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MALI. CAMINANDO POR TIERRAS DOGONAS

25 May 10    Cuadernos de viajes    Tarannà    Sin comentarios

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La lluvia benévola cae como un manto protector, en esta tierra donde el agua da principio a una corta vida que después, durante nueve meses de sequía permanecerá inerte hasta que vuelva a iniciarse el ciclo vital con la siguiente estación húmeda.

Hace varios siglos, esta pequeña porción de tierra, difícil hasta para subsistir, sirvió de cobijo a un pueblo llamado Dogón que huía del islamismo creciente. Hoy sus gentes detenidas en el tiempo, aisladas de la evolución del mundo actual, ancladas en sus costumbres y creencias animistas basadas en una de las cosmogonías más ricas y complejas del África Negra, forman una de las etnias más interesantes del planeta.

El País Dogón, situado al NE de la República de Malí a unos ciento cincuenta kilómetros de la mítica ciudad de Tombouctou y a algo más de cien kilómetros del río Níger, de donde venimos circulando por pistas anegadas en muchos tramos por el agua, es un lugar casi inconexo. Su difícil y estratégico escondite nos obliga a recorrerlo a pie.

Para ello es necesario contratar a algunos porteadores que nos ayudarán con el peso del equipaje, material de campamento y los víveres que nos han de servir para alimentarnos durante estos días.

Mi marido, nuestros hijos y yo hemos llegado a Sangha acompañados por Adama un muchacho dogón que habla perfectamente francés y muy buen guía.

Desde este poblado asentado en lo alto llano de la falla de Bandiagará, el paisaje que descubren nuestros ojos es impresionante. Bajo nuestros pies un gigantesco escarpado de rocas se despliega verticalmente hasta encontrar el suelo, una llanura que se extiende hasta la gran duna que marca la frontera con Burkina Faso.

Sus pueblos adheridos a la pared o la falda de la falla hacen que descendamos para ir a buscarlos.

Empezamos el descenso aprovechando un paso que los peñascos han dispuesto a modo de escalera. Más adelante las paredes rocosas que se levantan a ambos lados forman un estrecho desfiladero. Decenas de niños que parecen salir de debajo de las piedras nos acompañan hasta Banani.

Adentrándonos en las callejuelas que separan las diferentes y austeras construcciones de adobe, Adama nos conduce hasta la casa del jefe del pueblo. Entramos en un patio interior. Un hombre de edad avanzada vestido con un pantalón de fondo ancho sobre el que lleva una camisola, apoyado en un bastón de madera tallada, nos observa en silencio.

Durante unos instantes me siento incómoda, intrusa, La de este anciano no es una jerarquía tan dignificada como la del Hogón, patriarca sagrado y jefe espiritual de los dogones pero su posición social y su porte me causan respeto.

Apenas habla francés. Nos acoge con su bienvenida y se interesa por nuestras cosas a lo que respondemos de la misma manera. Es cordial, amable, aunque de vez en cuando vuelve a su silencio ensimismándose en sus pensamientos. Se le nota la carga del peso de los años. Acaba ofreciéndonos su hospitalidad. Aceptamos con gratitud. Negarnos sería una gran descortesía.

Varios jóvenes se unen a la charla, revoloteando alrededor de nuestra hija que con sus hermosos dieciocho años los tiene fascinados.

Antes de que el sol se ponga nos invitan a visitar la cascada de agua que cae con fuerza desde lo alto de la falla, en el otro extremo de Banani. Más tarde, a la luz del queroseno, Adama cuece el fonio, sémola de pequeñas semillas y despluma un pollo que guisará con un caldo de hierbas. Un sencillo pero sabroso plato que comeremos a la hora de la cena.

Dormir en el interior de estas casas no es una experiencia que quiera repetir o al menos necesito un largo intervalo de tiempo para volver a hacerlo. La dureza del suelo de tierra, los mosquitos al ataque y la extensa fauna disputándose los escasos centímetros que separan nuestros cuatro cuerpos, no son nada comparado con el bochornoso ambiente casi irrespirable que encierran estas paredes de barro cuando llueve.

Un tímido amanecer plagado de nubes nos lleva hacia el exterior, desesperados, buscando la pureza del aire fresco para recuperarnos de las penas y asfixia nocturnas. Todavía llueve.

Nos despedimos de nuestro respetable anfitrión después de haber disfrutado del té en su compañía, agradeciéndole de nuevo su hospitalidad.

Reemprendemos la marcha caminando al pie de la quebrada pared de la falla, entre enormes baobabs y los campos de mijo en donde los dogones pasan la mayor parte del día. Es continuo el trasiego de la gente cargada con cestos, herramientas de labranza, carretas que a esta hora de la mañana suelen ir vacías. Al cruzarse y sin detenerse se preguntan por la familia, la salud, el dinero y una larga letanía que dura hasta cuando llevan varios metros separados. Lo curioso es que no siempre se entienden entre sí ya que cada pueblo tiene su dialecto, aunque por suerte la mayoría también conoce la lengua bambara.

A nosotros también nos saludan sonrientes como los niños que de nuevo nos acompañan. Les encanta caminar a nuestro lado cogiéndonos de las manos. Llevo dos de cada una y me deleito con sus caritas y conversación. Los más pequeños apenas entienden mis palabras, me miran con los ojos muy abiertos, llenos de curiosidad y se ríen con una risa amiga que te contagia y te invade de ternura.

Algunos mal acostumbrados por otros extranjeros como yo, me piden un regalo. No soy partidaria de estos gestos que no llevan a ninguna parte, prefiero ofrecerles mi cariño y dedicarles mi tiempo cuando estoy con ellos.

Han oído a mis hijos llamarme mamá y están desconcertados. No entienden que una mujer de joven aspecto pueda tener hijos tan mayores. Dicen que una persona a los cuarenta y cuatro años es anciana, pero les agrada que yo no lo sea y acaban por llamarme de la misma manera, mamá.

Pasando por el pueblo de Amani llegamos a Irelli. Desde aquí levantando la vista hacia lo alto de la gran pared rocosa se pueden ver las cavernas troglodíticas de los antiguos thelemes que sirven de morada a los muertos de los dogones.

Unos más grandes, otros más pequeños, todos los pueblos que encontramos a lo largo de la falla se asemeja. Edificados sobre la roca incluso con algunas paredes adosadas a la misma, se distinguen diferentes tipos de construcciones casi todas de adobe.

Por encima de ellas destacan los graneros altos, de base cuadrada, cubiertos con techo cónico de paja, con sus minúsculas puertas de madera tallada con símbolos mitológicos propios de su cultura animista. Son verdaderas cajas fuertes. Que usan para guardar el mijo y los objetos de valor.

Las casas de planta rectangular y suelo de tierra están protegidas del sol y la lluvia por un techo aterrazado al que se accede mediante una estrecha escalera tallada en un largo tronco con forma de Y.

La Toguna, edificio de mayor importancia, con los ocho pilares sobre los que descansan las ocho capas de paja en correspondencia con los ocho antepasados primigenios que dieron nacimiento al pueblo dogón. En este lugar los hombres, sobretodo los más ancianos y en consecuencia los más sabios, se reúnen para conversar y tratar de los asuntos del pueblo. Las mujeres tienen prohibida la entrada.

Pero también hay un acceso prohibido a los hombres. En un extremo del poblado, una casa redonda símbolo de la matriz reúne en su interior a las mujeres cuando éstas tienen la menstruación, consideradas durante estos días en estado de impureza.

Desde Irelli continuamos el camino. Ahora el sol brilla espléndido, no queda vestigio de nubes en el cielo y el calor empieza a dejarse notar. Pasamos bordeando pequeños lagos de aguas verdosas y en más de una ocasión nos vemos obligados a atravesar riachuelos de suelo resbaladizo donde el agua me cubre hasta la cintura.

A medio trayecto entre Irelli y Tirelli me doy cuenta de que nuestros pequeños acompañantes vuelven de regreso a su aldea para ser sustituidos por otros del próximo pueblo. Vienen en tropel, algunos con sus hermanos más pequeños sujetos a la espalda mediante una gran tela anudada en la cintura. Van descalzos, semidesnudos. Profundas cicatrices surcan las piernas de muchos. Otros muestran en sus barriguitas abultadas hernias umbilicales del tamaño de un huevo de gallina. Jamás había visto nada semejante y me siento mejor cuando me dicen que no les duele.

Una vez en Tirelli, los niños se ofrecen para hacernos de guías por las calles. Paseamos por el intrincado laberinto de los nueve barrios que lo forman, caminando por el escaso espacio peñascoso que queda entre las casas y los graneros. Entramos en el patio interior de una de ellas. Dos mujeres vigilan la cocción del contenido de una enorme olla humeante. Están haciendo ‚Äúdolo‚“, cerveza de mijo.

La mayor es la madre de uno de los chiquillos, la otra muy jovencita, la sobrina de ésta. Nos miran con sorpresa y recelo pero ante nuestras sonrisas se muestran amables.

Nos presentamos como la familia que somos. Se ríen dándome golpecitos cariñosos en los hombros, señalando a mis hijos y llamándome Mamá, mamá. A mi marido lo miran respetuosamente. Será por las canas, pienso yo.

Se niegan a que hagamos fotos y asustadas se sitúan delante de la olla, protegiéndola. Después nos enteramos que los espíritus de los muertos acuden atraídos por los vapores que desprende la cocción del mijo, ayudando así a su fermentación.

De una de las habitaciones de la casa sacan una calabaza que contiene un líquido amarillento. Nos invitan a beber. Un sorbo del ácido y amargo brebaje es suficiente para saber que el ‚Äúdolo‚“ no me gusta.

Hurgo en mi mochila y saco una bolsa de higos secos que les ofrezco en prueba de agradecimiento. Los observan y tocan extrañadas. Es posible que también les sean poco gratos a su paladar.

Volvemos sobre nuestros pasos, Adama ya tiene la comida preparada que hoy compartiremos con tres chavalines que no se separan de nuestro lado.

Tirelli es conocido como “pueblo de las máscaras” Estamos de suerte y a pesar del trabajo que los hombres tienen en el campo, bajo previo pago, han accedido a prepararnos una danza.

Al atardecer, empieza la ceremonia en la plaza situada en lo alto del pueblo. Hombres ataviados con tiras de colores a modo de faldas cortas y brazaletes, las caras cubiertas con máscaras de madera tallada y algunos con pequeños senos también de madera en el pecho.

Máscaras que representan a diferentes animales, al hombre, la mujer y por último la gran máscara llamada ‚Äúcasa de pisos‚“ simbolizando la casa de la familia.

La disposición de las piedras colocadas en el suelo, las máscaras y los movimientos de los bailarines representan al mundo en su magnitud, composición y comportamiento. La danza, el compás del universo.

A menudo esta ceremonia religiosa tiene carácter de ritual funerario. Y a pesar que la de hoy, sólo sea una danza por encargo, siempre es bueno mediar por el orden espiritual y la paz de las almas.

Sobre el suelo aterrazado de una casa hemos colocado las colchonetas. Sobre ellas, enfundados en los sacos, el cielo y las estrellas se nos ofrecen como el mejor de los tejados. No hay luces, no hay ruido, sólo el silencio de un pueblo que duerme agotado después de un duro día de trabajo.

El canto de un gallo es la señal de que la noche toca a su fin. Antes de que amanezca la actividad comienza de nuevo. A lo lejos un burro rebuzna, otros gallos cantan y dos hombres cargados con sus picos y azadas salen de sus casas hacia los campos de cultivo.

Nos desperezamos y desmontamos el minúsculo campamento sin antes admirar como el sol va iluminando la gran pared de la falla con un tímido juego de colores. Más tarde, cuando el día ya es evidente, caminamos entre las dunas, ahora más cercanas y la falla elevándose altiva a nuestra derecha.

Nomburi me seduce con su encanto. Un pequeño núcleo de casas totalmente adosadas a las rocas, desciende hasta encontrar el curso de un pequeñísimo río donde los niños, las gallinas, las cabras y algunos burros, pululan dentro y fuera de él. Delante, en un espacio abierto semejante a una era, las mujeres con largas y pesadas varas de madera aplastan las vainas de mijo, separándolas del grano que después van pulverizando hasta convertirlo en harina. Es como una danza en la que cada movimiento de sus cuerpos se adapta al ritmo del canon musical que compone el repiqueteo de los morteros.

De sol a sol esta música fruto del trabajo, de la fertilidad de la tierra, acompaña la vida de estas gentes que se mueven entre las tareas domésticas y la agricultura.

Detrás de una arboleda, limitando con los huertos de cacahuetes, cebollas y los campos de mijo, se levanta la misión que alberga una escuela y una pequeña iglesia luciendo en lo alto una blanca cruz.

Me extraña no ver a algún misionero, sólo el director de la escuela, un hombre de unos treinta y tantos años, culto, distinguido, sabedor de su condición privilegiada, nos muestra el interior de ésta que ahora lo mismo que la iglesia permanece cerrada bajo su tutela.

Durante esta época del año, estos niños disfrutan de sus vacaciones escolares que coinciden con el frenesí de los mayores dedicados por completo a las labores del campo, intentando sacar el máximo provecho del húmedo suelo. Luego la sequía, las altísimas temperaturas, y a la tierra no hay nada que arrancar salvo las malas hierbas y alguna que otra cebolla. Así que ellos, a pesar de su corta edad, deseosos de jugar, forman parte del círculo de trabajo ocupándose de sus hermanos menores y de un sinfín de trabajos domésticos que aquí nos serían duros incluso a los adultos.

Es fácil verlos con apenas seis años, trillando con varas apropiadas a su estatura, transportando agua en recipientes tan grandes como ellos mismos. Quizá inconscientes de la importancia de sus tareas pero seguros de cómo las hacen.

En las pizarras de las aulas todavía están escritas las últimas lecciones que copiaron en sus cuadernos a falta de libros de texto.

Los tres primeros años de enseñanza los dedican a aprender francés. Después pasan a estudiar diferentes asignaturas básicas. Muy pocos tienen la suerte de ampliar sus estudios en Bamako, la capital de Malí. Luego ya no vuelven.

A pesar de tantas limitaciones, aprenden con rapidez. Pronunciando casi perfectamente repiten canciones que les enseño en español, mientras yo, soy incapaz de decir nada inteligible cuando ellos me hacen lo mismo en su lengua. Se ríen de mí hasta no parar.

La cruz de la iglesia no es más que un símbolo humanitario de ayuda. Saben lo que les han contado de Dios lo mismo que de Alá y del Corán. Muy pocos son cristianos, bastantes más se creen seguidores del islamismo, pero la realidad es que continúan fieles a sus propias creencias reflejadas en sus costumbres y trasmitidas de generación en generación.

Sólo las medicinas de los misioneros saben que son más poderosas que sus hierbas para sanar de las tantas veces terribles enfermedades. A pesar de éstas sus vidas transcurren en paz, aceptando con serenidad las desventuras y alegrándose de todo lo bueno que tienen.

Descendiendo desde la cascada donde a menudo nos hemos refrescado, me recreo en la belleza de Nomburi; en la elegancia natural de sus mujeres trillando; en los juegos inocentes de los niños y más allá detrás de la arboleda en el trabajo de los hombres en sus alineados cultivos.

Voy saboreando despacio el poco tiempo que nos queda antes de decir adiós al Pueblo Dogón.

¡Suerte! Nos dicen al despedirse de nosotros. También yo, les deseo toda la salud y la suerte del mundo.

Los más pequeños levantan sus brazos y hasta que los perdemos de vista no paran de gritar y agitar sus manitas en el aire. Sé que algunos no conocerán la próxima estación húmeda; pero sus caras, sus risas, su cariño, estarán siempre en mi recuerdo lo mismo que en mi corazón.

Caminamos una vez más entre campos de mijo y pequeños riachuelos que se han formado con las últimas lluvias y subimos peldaño a peldaño las enormes rocas de un empinado cañón.

Desde lo alto de la falla, contemplamos por última vez las tierras de estas gentes amigas y hospitalarias que viven en la armonía de su independencia y espiritualidad.



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