En Tarannà estamos imbuidos por la filosofía del slow travelling, por el viaje tranquilo, el que no trata de sumar más lugares en menos tiempo, el que nos impregna de los paisajes y las gentes de los países que visitamos.
Lisboa es así, un slow travelling obligado.
Al atardecer, desde el Bairro Alto Hotel, uno de los más premiados de la ciudad, miembro de la prestigiosa marca The Leading Hotels of the World, descendemos por los límites de este barrio tan bohemio, del que lleva su nombre, hasta el Chiado, a dos pasos escasos. Vamos a nuestra cita con “uma bica” (un expreso) en A Brasileira.
Así, sentados al sol de primavera, nos llega el olor evocador de las máquinas de café y hacemos recuento de nuestros paseos por la ciudad: por este barrio resucitado tras el último incendio, por el Bairro Alto y su vida nocturna, por Belem, al que llegamos en ese vetusto tranvía aún en activo. Belem, donde sería imperdonable no entrar en aquel café, en el que nos sirvieron unos pastéis de nata con una copa de oporto viejo, una delicadeza gastronómica que se deshizo en nuestro paladar, evocando sensaciones difíciles de explicar.
Lisboa es también La plaza del Rossio, corazón de la ciudad, con sus calles peatonales donde escuchar furtivos fados, con ese viejo bar casi escondido, donde solo sirven ginginhas, dulce licor de cerezas. Y muy cerca, en una de sus esquinas, el Elevador do Carmo, una preciosa joya de ingeniería que nos llevó de los aledaños de la plaza, de nuevo hacia el Chiado. Allí se toma el 28, el tranvía estrella, el que nos llevó por los lugares más auténticos de Lisboa, entre el chirriar de sus ruedas y los movimientos envolventes que provocan sus cuestas y sus curvas.
Pero fue en otro barrio donde algo se trastocó en nuestro interior. Por las calles más olvidadas de la Alfama, entre los viejos bares, donde aún sirven su tazón de sopa de medio día a viejos pescadores, sentimos olores que nos llevaron a nuestra infancia, fragancias de barrio, vida vibrante de callejuelas que nos transportaron a los lugares que nos vieron correr de niños. Es asombroso que un olor provoque sensaciones y recuerdos olvidados, pero tan potentes y emocionantes.
En esos momentos recordamos las magdalenas de Marcel Proust, aquellas que con su sabor y su aroma desencadenaban, en uno de sus libros, una catarata de recuerdos infantiles. Como el olor de las calles de la Alfama, transportándonos súbitamente a esos otros olores de nuestra más tierna infancia.