El mundo Hamar ya tiene otro hombre. Las palabras son insuficientes para explicar la magnitud y visceralidad de las sensaciones que he vivido hoy.
En el sur de Etiopía, donde el tiempo se paró hace miles de años, continúan sobreviviendo, inmunes al frenetismo de la, prepotentemente bautizada por nosotros mismos, civilización; multitud de fascinantes etnias que siguen con la misma forma de vida y los mismos rituales que sus ancestros.
En cualquiera de ellas, konso, tsamay, bena, bume, surma, mursi, geleb, la sensación de viaje en el tiempo se hace latente. Pero hoy, entre los hamar, no sólo he visto, sino que he compartido con ellos, la emoción de vivir, todavía, más allá de la noche de los tiempos. En cualquier sociedad “primitiva” las ceremonias de iniciación de los varones, que pasan de niño a hombre, son de las más celebradas por quienes todavía las conservan. Y aquí no es distinto.
Vigilado por todos, para que no se me ocurra dar ni un paso, más allá de donde me han autorizado, contemplo cómo el iniciático es rodeado por el resto de hombres de la tribu, para practicarle un ritual que celosamente han guardado de mis ojos extranjeros, apiñándose a su alrededor. Por suerte para ellos, ser turista aquí no es un privilegio, es un accidente con el que están empezando a convivir, y del que cabe preservar sus costumbres más trascendentales.
Despojado de cualquier indumentaria y en ayunas desde hace semanas, el aún niño se enfrenta totalmente desnudo al reto.
Una fila de bueyes costado contra costado, se ha formado delante de él y tiene que pasarles por encima, sin caerse, al menos cuatro veces. Los hombres sufren para mantener a las reses en su sitio, sujetándolas por el rabo y sus prominentes astas.
La multitud alza los brazos con una rama entre las manos y el chico toma carrerilla, salta, intenta mantener el equilibrio y cae. La gente no se inmuta. Puede volver a intentarlo. Ahora sí. Al segundo intento su impulso ha sido suficiente y, con una pericia digna del mejor funambulista, cruza las veces convenidas y, ante el júbilo de sus semejantes, supera el examen.
El mundo Hamar ya tiene otro hombre. Pero, aunque todo esto resulte sorprendente, lo más conmovedor del rito ha sucedido una hora antes.
El chico tiene su mérito, es verdad. Su cometido no es fácil, desde luego. Pero para poder acreditar su habilidad, para merecer ser digno de la prueba, antes que él, las mujeres de su familia han tenido que demostrar que pertenece a un clan con casta y orgullo, siendo azotadas en público.
Esto que yo ya había leído alguna vez antes de venir, pensaba que, al fin y al cabo, no debía ser más que algo simbólico. Vaya, que no debía de llegar la sangre al río. Pero no es así.
El hecho de tener alguien al lado, por desnudo o pintado que vaya, hace que, a nuestros ojos, no deje de ser un elemento más de este mundo nuestro que nos han dado ya preconcebido desde la infancia, y nos parece que, aunque de forma distinta, tiene que responder a los mismos estímulos y tiene que regirse por las mismas leyes que nos guían a nosotros. Pero aquí, donde el mundo dejó de rodar justo después de ver nacer al primer hombre, esto no sucede. Su metabolismo funciona igual que el nuestro, pero no su mente.
Las hermanas y otras familiares cantan y bailan al son de una corneta que ellas mismas tocan, y de las argollas metálicas que lucen en los brazos y tobillos y que suenan a compás, al tocarse las unas con las otras.
A su alrededor – hombres a un lado y mujeres y niños al otro- el resto de la gente mira y aguarda.
Pasan los minutos, los cuartos, las horas y todo sigue igual.
De pronto, y sin aviso aparente, una irracional excitación rompe la modorra que la parsimonia de la música y la espera me han contagiado, y sin prácticamente tiempo para reaccionar, el chasquido de los latigazos empieza a resquebrajar el aire.
No era broma y los golpes no son simbólicos, son reales. Los jóvenes recién iniciados, con sus cabezas rapadas i dos plumas adornándolas, han aparecido con un manojo de largas i delgadas ramas en las manos, para ejecutar la penitencia.
Impertérritos, levantan el brazo vertical y recto con una de estas ramas en la mano y, con toda su fuerza y un golpe seco, la hacen crujir estremecedoramente sobre la mujer que tienen delante, desgarrándole la piel y la carne de su espalda.
En un estado casi de éxtasis e impasibles al dolor, ellas desafían a sus verdugos. Lejos del llanto y las lágrimas, sus cantos, cuanto más las pegan, más fervorosamente suenan.
El espectáculo es inhumanamente plástico y enternecedor. Y el honor que transpira cada uno de los gestos, cada uno de los cantos, cada uno de los golpes; en lugar de repugnarme por la violencia que conlleva, me enamora por
la pureza de los sentimientos que transpira.
El mundo hamar ya tiene otro hombre, pero las cicatrices quedarán por siempre gravadas, cómo muestra de ello, en la espalda de sus mujeres.
Escrito el 10 Mayo, 2010 archivado en Relatos de viajes por Xavier Gil