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Experiencia viajera en Camerún

21 Oct 10    Cuadernos de viajes    Tarannà    Sin comentarios

mujer en Camerún

Cuando anuncié a mis amigos el destino de mis vacaciones, todos me preguntaban lo mismo: “¿Qué hay en Camerún?”. Yo les contestaba mostrando el folleto de la agencia, que mencionaba las múltiples etnias, la diversidad del paisaje y la amabilidad de las gentes. “Y puestas de sol”, añadía yo. “África es famosa por sus magníficas puestas de sol”.

Escoger un viaje es un proceso con muchas implicaciones. Elegimos conocer las costumbres de un determinado pueblo, e incluso compartirlas cuando las circunstancias lo permiten. Aceptamos prescindir de nuestros hábitos y comodidades durante semanas o días. Exponemos nuestro cuerpo a microorganismos hasta entonces desconocidos para él ( a pesar de los numerosos anticuerpos que hemos tratado de desarrollar durante las últimas semanas). Y exponemos nuestro espíritu a sensaciones completamente nuevas: a mezclas de colores que nunca consideramos posibles, visiones de plantas y animales que antes sólo nos eran familiares a través de fotografías, y personas, sobre todo personas, que nos escrutan igual que nosotros las escrutamos a ellas, que nos ofrecen historias aún sin oír, y nos abren a un trozo de mundo nuevo, un mundo que nunca hubiéramos imaginado sin conocerlo. El resultado es que el alma se expande, y la vida deja de ser como antes. Y se llega a admitir la posibilidad de no ver una puesta de sol en Africa durante veintitrés días debido a las nubes.

Este mundo nuevo todavía estaba impreso en mi retina mientras el avión procedente de Douala  aterrizaba. Miraba y volvía a mirar a mis compañeros de viaje, que continuaban siendo mis camaradas de aventuras inolvidables, a pesar del cambio de escenario. Pues por muy vívidas que sean las fotos, y más pintorescos mis relatos, sólo ellos conocerán igual que yo la magia de cada momento.

Cuando estamos en nuestra tierra nos solemos encontrar con personas con las que puede que no volvamos a coincidir. No lo sabemos, pues la vida es un continuo ir y venir de caminos que se entrecruzan y se separan en cada momento. Pero cuando hacemos un viaje solemos dar por sentado que lo más probable es que no volvamos a saber de las decenas de personas que conocimos y tratamos. Regresamos a nuestro país y el año siguiente elegimos otro destino. El mundo es grande, y las opciones para el viajero muy amplias. En mi cabeza bullían sin cesar los rostros y los nombres de las personas que había conocido en Camerún. Eran retratos vivos que, aunque recientes, se negaban a la posibilidad del olvido o de ser suplantados por posteriores vivencias. Esa misma noche todos los personajes se pusieron de acuerdo y decidieron desfilar por un sueño que no olvidaría con facilidad.

Soñé que ultimaba mis preparativos para mi próximo viaje a Camerún. El departamento de Antropología de mi Universidad me enviaba para acompañar un viejo baúl que contenía ricas vestimentas y sombreros de plumas pertenecientes a los bamilékés de Bandjoun, en el oeste del país. El baúl había viajado a principios de siglo hasta Europa como regalo del jefe de Bandjoun a los alemanes. Ahora los bamilékés esperaban su retorno para poder lucir los trajes que habían vestido sus antepasados en la próxima danza que celebrarían, como cada año, al inicio de la época de lluvias.

En Bandjoun una numerosa comitiva acechaba la llegada del viejo baúl con gran expectación. Ya me disponía a entregarlo cuando noté desesperada que de mi bolsillo faltaba una pieza fundamental: la llave. Había recorrido caminos de Camerún de norte a sur durante varias semanas, y decidí desandar mis pasos en busca de la clave que haría feliz al pueblo que me aguardaba.

Regresé al norte, a los montes Mandara, y pregunté en primer lugar al herrero de un pequeño poblado. Toda la aldea participaba en una danza fúnebre en honor de una anciana mujer fallecida hacía dos días. Pude distinguir al herrero por los vistosos colores de las bandas de lana que envolvían el cadáver, que transportaba a sus espaldas. Cuando acabaron los ritos solicité su ayuda para abrir el baúl. Pero ninguna de sus herramientas era lo bastante fuerte ante las férreas soldaduras que lo sellaban. Me aconsejó que viajara hasta Rumsiki y consultara al brujo de los cangrejos, a ver si podía darme alguna pista sobre el paradero de la llave.

El viejo brujo de Rumsiki escuchó mi pregunta con atención. Acto seguido colocó a uno de sus enormes cangrejos en un tiesto lleno de tierra y lo tapó. Tras unos minutos retiró el cangrejo y estudió detenidamente sus pasos sobre la tierra. El brujo me respondió que sólo tendría noticias de la llave si contactaba con el hombre que conocía mi lengua.

Su respuesta me dejó desolada. El día de la gran fiesta se acercaba, y yo no sería capaz de entregar el contenido del baúl a su debido tiempo. ¿Quién podía ser el hombre que conocía mi lengua? De pronto recordé que a bordo del Transcamerunés un vendedor de café y té había conversado conmigo en mi idioma. Sin pensarlo dos veces decidí emprender el camino hacia la estación de N´Gaoundéré. Seidou, el maestro del pueblo, también viajaba hasta allí. Fui a esperarlo a la salida de la escuela. Los niños, de ojos profundos y vivaces, me mostraron los juguetes que ellos mismos habían fabricado con latas vacías, tornillos y toda clase de metales. Me sorprendió su imaginación y su capacidad para transformar en vehículos, móviles o mecanos cualquier objeto aparentemente anodino que estuviera a su alcance.

Ya a bordo del tren encontré asiento al lado de varias mujeres que reían y charlaban animadamente. No me cansaba de mirar las telas de sus vestidos, que eran una explosión de colorido, ni la gracia de sus movimientos al andar. Me ofrecieron pasta de mandioca y cacahuetes. Pasaron las horas y poco a poco fue amaneciendo. Los diferentes tonos de verde de la selva se fueron haciendo visibles. Empecé a recorrer los vagones del tren hasta que oí una voz ya familiar. Era el vendedor de café. Le expliqué el problema de la pérdida de la llave y el proceso que había emprendido para encontrarla. “No sé cómo puedo ayudarte”, me dijo. “Pero ya que nos volvemos a ver tendré la oportunidad de entregarte algo que encontré en el tren el día que nos conocimos y que creo que te pertenece”.

Recogí con avidez una pequeña libreta que, efectivamente, era mía. Aquel día se debía haber deslizado de mi bolsillo sin que me diera cuenta. La abrí y encontré una descripción del itinerario del viaje. Me llamó la atención una frase subrayada en rojo: “Foumban: Calle de los artesanos”. En cuanto el tren llegó a Yaoundé emprendí de inmediato el viaje hacia la ciudad del Sultán.

Llegué a Foumban un viernes al mediodía, y pude contemplar al Sultán y a su comitiva que se dirigían desde el Palacio Real hasta la Mezquita. Anduve hasta la Calle de los Artesanos y me sumergí en los pequeños talleres que albergaban un universo de tradiciones esculpidas en madera. Máscaras antiguas y modernas, cofres, mesas y taburetes se apiñaban en un silencio que envolvía al visitante y lo invitaba a descifrar las historia de los pueblos allí representados. Me detuve a observar unas máscaras con unos pómulos muy prominentes y unas largas protusiones en forma de concha que se extendían desde los ojos, de tamaño descomunal. “Son las máscaras típicas de los bamilékés”, me indicó el propietario del taller. “En el Museo de Bandjoun podrá apreciar la más grande y mejor trabajada de todas ellas”.

¿Y si el objeto de mis pesquisas se encontraba precisamente en Bandjoun? La distancia desde Foumban era corta, y decidí emprender el viaje hasta allí. El camino estaba cubierto de palmerales que tapizaban las laderas y se extendían hasta el horizonte. Al llegar a Bandjoun pedí que me enseñaran el museo. Este albergaba una abigarrada colección de tesoros de la tribu: instrumentos musicales, vestidos, sombreros y tronos. “Me han hablado con admiración de las máscaras de bamilékés”, dije, “pero aquí no observo ninguna”. “Poseemos el ejemplar más bello de todas ellas”, me contestaron, “pero en estos momentos no se encuentra aquí porque la están restaurando”. Mis acompañantes se extrañaron ante mi insistencia en visitar la casa del artesano, pero me condujeron hasta allí sin objeciones. El viejo maestro me recibió con gran alegría. Mientras me explicaba detenidamente los pasos de su trabajo, mis ojos recorrían con disimulo las paredes y las estanterías de su taller. Una colección de llaves antiguas de todos los tamaños acaparó mi atención. Uno de los ejemplares tenía un mango ricamente labrado y relucía con un brillo que nublaba la vista, contrastando con la sencillez de la pieza que yo buscaba. “Oh, sí, la vieja llave. Todos los visitantes la admiran”, afirmó el artesano. “Perteneció a un baúl que viajó hasta Europa a principios de siglo. Mis antepasados fabricaron una copia de esta llave para enviarla con él, y así pudieron conservar el original con toda su belleza””

No podía dar crédito a mis oídos. Intenté balbucear algunas palabras, pero un sonido estridente que me invadió de repente me lo impedía. Tardé en darme cuenta de que se trataba del despertador, pues no quería perderme el avance de la comitiva con la llave en la mano hasta donde se encontraba el baúl.

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